viernes, octubre 29, 2004

A PESAR del aire de respeto institucional que imprimen las televisiones y demás medios, y que tanto recuerda a aquellas vigilias en blanco y negro cuando se estaba apagando la lucecita de El Pardo, lo cierto es que Arafat se está muriendo. Gabriel Albiac, acertadísimo:
Arafat muere. Y no deja a los suyos más herencia que el caos. Nada que se asemeje, ni de lejos, a un Estado. Nada que no sea ese cúmulo de arbitrariedad, corrupción y crimen, que define al más siniestro de los caudillismos de la segunda mitad del siglo veinte.

No es obstáculo insalvable, el haber sido un asesino, para llegar a ser hombre de Estado. Los casos abundan. Arafat fue un asesino, por supuesto. Tal vez, el más sanguinario de los asesinos institucionales de los últimos cincuenta años. Sin duda, el inventor de la forma moderna del terrorismo. Dentro como fuera del Cercano Oriente. Sin él, ETA, Baader-Meinhoff o Brigadas Rojas hubieran sido logísticamente inviables. Sin él y sin, por supuesto, el Imperio Soviético, del cual fue peón clave. Fue un asesino. Eficiente. Que no supo qué hacer, a partir del día en que le pusieron en las manos todos los elementos precisos para construir un Estado. A partir de ese instante, fue sólo una piltrafa. Me niego a pronunciarme sobre cuál de las dos cosas resultó, al fin, más funesta.
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